viernes, 28 de noviembre de 2008

UN LIBRO ABIERTO. Por Elena G. de White

“Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres” 2 Corintios 3:2.


De manera especial, los que tienen la bendición de estar conectados con Dios, deberían, mediante una estrecha aplicación a su santa Palabra, imitar al gran Modelo para hacer el bien, ejemplificando así la vida de Cristo en su conversación diaria, en caracteres puros y virtuosos. Los cristianos corteses y benefactores adornan la doctrina y muestran que la verdad de origen celestial embellece el carácter y ennoblece la vida… Sus palabras diarias y nobles acciones recomiendan la verdad a los que han tenido prejuicios contra ella por causa de los profesantes nominales, de los que han tenido forma de piedad, aunque sus vidas han testificado que no sabían nada de su poder santificador.

El ejemplo perfecto
Ningún hombre, mujer o joven puede obtener la perfección cristiana mientras descuida el estudio de la Palabra de Dios. Al escudriñar con cuidado y esmero su palabra, pueden obedecer los mandatos de Cristo: “Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). Esta búsqueda capacita al estudiante para observar fielmente el Modelo divino… A fin de poder imitarlo, el Modelo debe ser inspeccionado a menudo y en detalle. Al familiarizarse con la historia del Redentor, descubre en sí mismo defectos de carácter; sus diferencias con Cristo son tan grandes que ve que no puede ser su seguidor sin realizar grandes cambios. Sigue estudiando, con el deseo de ser como el gran Ejemplo; capta la mirada, el espíritu de su amado Maestro; al contemplarlo, es transformado… No podemos imitar a Jesús si apartamos la mirada de él y lo perdemos de vista, sino cuando habitamos en él y hablamos de él, cuando procuramos refinar el gusto y elevar el carácter buscando acercarnos mediante esfuerzos sinceros y perseverantes, por la fe y el amor, al Modelo perfecto. Si nuestra atención se centra en Cristo, su imagen… llega a instaurarse en el corazón como “el preferido entre diez mil y el más codiciable”. Aun inconscientemente imitamos a aquello con lo que estamos familiarizados. Si conocemos a Cristo, sus palabras, sus hábitos, sus enseñanzas, y si nos apropiamos de las virtudes de carácter que hemos estudiado tan estrechamente, llegamos a estar imbuidos del espíritu de ese Maestro que tanto hemos admirado.

Una fe inconmovible
Después de la resurrección, dos discípulos que viajaban a Emaús hablaban del chasco ocasionado por la muerte de su amado Maestro. Cristo mismo se acercó a ellos sin que los discípulos dolientes lo reconocieran. La fe de ellos había sucumbido junto con su Señor, y sus ojos, cegados por la incredulidad, no discernían al Salvador resucitado. Al caminar junto a ellos Jesús anhelaba revelárseles, pero eligió no hacerlo en seguida; se limitó a ir a su lado como compañero de viaje, y les preguntó de qué estaban hablando entre ellos, y por qué estaban tan tristes. Se sintieron atónitos ante su pregunta, y le preguntaron si en efecto era un extraño en Jerusalén y no había oído que un profeta poderoso en palabra y acciones había sido crucificado por manos malvadas. Era ahora el tercer día, y habían oído informes extraños de que Jesús había resucitado, y que había sido visto por María y algunos de los discípulos. Jesús les dijo: “¡Insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho. ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?” (Luc. 24:25, 26). Y comenzando con Moisés y los profetas, les explicó lo que decían las Escrituras de él.

Cuando llegaron a Emaús, Jesús hizo como que iba más lejos, pero los discípulos le rogaron que se quedase con ellos, porque ya había oscurecido y era de noche. Pronto se prepararon los alimentos, y mientras Jesús ofrecía las gracias los discípulos se miraron entre sí atónitos. Sus palabras, sus modales y sus manos heridas les fueron reveladas, por lo que exclamaron: “¡Mi Señor y Dios!”. Si los discípulos hubieran sido indiferentes a su compañero de viaje, habrían perdido la preciosa oportunidad de reconocer a ese acompañante que había razonado tan hábilmente de las Escrituras en relación con su vida, sus sufrimientos, y su muerte y resurrección. Cristo los reprobó por no conocer lo que de él decían las Escrituras. Si hubieran estado familiarizados con las Escrituras, su fe se habría visto sostenida y sus esperanzas habrían permanecido inconmovibles, porque la profecía declaraba claramente el tratamiento que recibiría Cristo de aquellos a quienes había venido a salvar. Los discípulos estaban atónitos de no haber podido descubrir a Cristo inmediatamente, cuando hablaba con ellos por el camino, y porque no habían podido emplear en defensa propia las Escrituras que Jesús les había hecho recordar. Habían perdido de vista las preciosas promesas; pero cuando las palabras habladas por los profetas les fueron recordadas, se reavivó su fe, y después que Cristo les fue revelado exclamaron: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino y cuando nos abría las Escrituras?” (Luc. 24:32).

Despertar la llama de pasión por Cristo
La Palabra de Dios hablada al corazón tiene un poder que anima, y los que presenten cualquier excusa para descuidar el estudio de ella, estarán descuidando los mandatos divinos en muchos aspectos. Su carácter se verá deformado, sus palabras y acciones avergonzarán a la verdad. El apóstol nos dice: “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra”(2 Tim. 3:16, 17). Uno de los profetas de Dios exclama: “En mi meditación se encendió mi fuego” (Sal. 39:3). Si los cristianos escudriñaran fielmente las Escrituras, más corazones arderían con las verdades vivas allí reveladas. Sus esperanzas brillarían con las preciosas promesas esparcidas como perlas en todos los escritos sagrados. Al contemplar la historia de los patriarcas, de los profetas, de los hombres que amaron y temieron a Dios y caminaron con él, los corazones brillarán con el espíritu que animó estas verdades. Cuando la mente se enfoque en las virtudes y piedad de los santos hombres de antaño, el espíritu que los inspiró encenderá una llama de amor y sagrado fervor en los corazones de los que serán como él en carácter.

Fuente: AdventistWorld.com
Autor: Elena G. de White. Este artículo es un extracto del publicado por primera vez en The Advent Review and Sabbath Herald, ahora la Adventist Review, el 28 de noviembre de 1878. Los adventistas creemos que Elena de White ejerció el don bíblico de profecía durante más de setenta años de ministerio público.

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viernes, 14 de noviembre de 2008

Cuatro lecciones del alfarero. Por Keisha McKenzie

Una metáfora antigua 
aún plena de significado.


A lo largo de las Escrituras, los profetas y predicadores 
 presentan metáforas de Dios. David, Ezequiel, Juan y Pablo afirman en sus escritos que el Señor es un pastor de ovejas, y Jesús menciona que Dios siembra semillas y cuida de las viñas. Israel era una nación de pastores de ovejas y granjeros, por lo que podía entender estas imágenes que muestran a un Dios que trabaja en, por y por medio de su pueblo.

La Biblia también describe al Señor como alfarero, una metáfora que raramente estudiamos. Dice Isaías: “Ahora bien, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro y tú el alfarero. Así que obra de tus manos somos todos nosotros” (Isa. 64:8). En Jeremías Dios les dice a sus hijos errantes: “Como el barro en manos del alfarero, así sois vosotros en mis manos, casa de Israel” (Jer. 18:6). Esta imagen, que habló con tanta claridad en la antigüedad, también puede hablarnos hoy día, no importa dónde vivamos.

La mayoría de las metáforas bíblicas del alfarero pueden pertenecer a dos categorías: (a) el juicio de los malvados y (b) la restauración de los justos. Cuando Dios ejecuta su juicio, destruye una vasija de barro cocido, a veces contra el suelo: “Los quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás” (Sal. 2:9). Sin embargo, cuando Dios manifiesta su restauración, la expresa mediante la creación de una vasija de barro. En Jeremías 18, Dios el Alfarero se muestra constructivo y con un propósito. Se halla en el torno, fabricando una vasija.

Dios dijo a Jeremías: “Desciende a casa del alfarero, y allí te haré oír mis palabras” (Jer. 18:2). Al visitar esa casa junto a Jeremías, nosotros también podríamos aprender lecciones que Dios anhela enseñarnos.
Lección 1: La necesidad del Espíritu Santo
Un diccionario bíblico explica que la arcilla se vuelve “cada vez más pastosa y fácil de trabajar al agregarle agua, y más rígida al secarse”. Su naturaleza cambia cuando es combinada con agua.1 Las partículas de arcilla no se unen sin agua, y si no se unen, el alfarero no puede darles forma. El agua –ese agente suavizante y unificador– representa al Espíritu Santo.

Cuando Jesús dice en Juan 7:37-39: “Si alguien tiene sed, venga a mí y beba”, Juan nos dice que “esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él”. Ese Espíritu, nos recuerda Pablo, produce la unidad del pueblo de Dios, por lo que debemos procurar “mantener la unidad del Espíritu que es el vínculo de la paz” (Efe. 4:3). Cuando el Espíritu alcanza a los creyentes, “Él los hace trascender los prejuicios humanos de la cultura, raza, sexo, color, nacionalidad y estado”.2 El Espíritu unifica.

Nuestra primera lección de la casa del alfarero es que necesitamos el agua del Espíritu para volvernos maleables y así ser utilizados por Dios.

Lección 2: Aún no somos vasijas.
La Biblia nos llama “arcilla”. Y aunque existe una similitud química entre la arcilla y la vasija, la Biblia realiza una clara distinción (teológica) entre ambas. La vasija es arcilla consolidada, pero la arcilla misma es una vasija en proceso.

La vasija en sí no es resistente ni reciclable. Si no se tiene cuidado se quiebra fácilmente; los fragmentos inútiles no se desintegran. Los alfareros de la antigüedad los juntaban y arrojaban los deshechos en lugares destinados a tal fin, como el lugar donde se sentó Job mientras se rascaba la carne llagada (Job 2:8). Uno de esos sitios era el Valle de Hinón, cerca de Jerusalén, donde la ciudad arrojaba sus deshechos, incluyendo las vasijas rotas. Allí lleva Dios a Jeremías.

Como lección para Judá (y para nosotros), Dios no solo ordena arrojar, sino también destruir la vasija de arcilla. Cuando Jeremías obedece y la rompe, Dios explica: “De esta forma quebrantaré a este pueblo y a esta ciudad, como quien quiebra una vasija de barro, que no se puede restaurar más” (Jer. 19:11). Dios decreta que la vasija no será restaurada. Ya no puede ser reparada con ningún adhesivo, pegamento o por medio de algún agente humano. La arcilla es destruida. Su “período de prueba” ha terminado.

Al igual que la vasija de Jeremías, cada uno de nosotros enfrentará uno de dos futuros. O somos quebrantados en el Valle de Hinón, o seremos vasijas perfectas, reunidas para ser utilizadas en la Casa de Dios: destrucción eterna o servicio eterno (Mal. 4:1; Juan 14:2, 3). Dios, el Alfarero, pronto completará su obra de construcción en nosotros y el período de prueba habrá llegado a su fin.

Nuestra segunda lección, entonces, es que aún no somos vasijas, sino arcilla en las manos de Dios. Mientras dure el 
período de prueba, Dios aún trabaja con nosotros y en nosotros, moldeándonos y dándonos forma según bien le parece 
(Jer. 18:4).
Lección 3: Tenemos que pasar por el fuego.
A fin de crear el recipiente, el alfarero de la antigüedad tomaba la arcilla de la tierra y la pisoteaba (Isa. 41:25). A continuación suavizaba la arcilla con agua y formaba una pasta. Luego la colocaba en el centro del torno de alfarería, que consistía en un disco plano montado en forma horizontal sobre una barra vertical (Jer. 18:3). Al sostener la arcilla en movimiento giratorio y darle forma con sus dedos y manos, el alfarero creaba la vasija.

Una vez formada, podía secarse al sol, pero de esa forma podía combarse y abrirse al incorporarle líquidos. Es por eso que todos los alfareros de la antigüedad cocinaban las vasijas en un horno especial que fácilmente podía alcanzar 1.500 ºC. Después de ser pisoteada, amasada, golpeada, pinchada y 
girada a velocidades vertiginosas, la arcilla era colocada finalmente en un horno abrasador.

No es una experiencia de calma y deleite. Pero eso es lo que nos espera como arcilla. Las fieras pruebas de la vida –las deudas, el divorcio, la decadencia, los trastornos, el dolor y la muerte– nos alcanzan a todos. Sin embargo tenemos el consuelo que detrás de todo hay un propósito eterno. Dijo Elena de White: “El hecho de que somos llamados a soportar pruebas demuestra que el Señor Jesús ve en nosotros algo precioso que quiere desarrollar... No echa piedras inútiles en su hornillo. Lo que él refina es mineral precioso”. 3 Por medio del “fuego de la prueba” compartimos los padecimientos de Cristo “para que también en la revelación de su gloria” nos gocemos “con gran alegría” (1 Ped. 4:12, 13).

Lección 4: Cuanto más calor, mejor la vasija.
El barro cocido, por más que luzca bonitos colores y apariencia vidriada, se quiebra con facilidad si es cocido a bajas temperaturas; esas vasijas no poseen la fortaleza interior necesaria para soportar la presión y el servicio vigoroso. Las vasijas de cerámica esmaltada, que son más fuertes y resistentes, se cuecen al doble de temperatura y la porcelana, que soporta entre 1.300 y 1.500 ºC, es la mejor y más costosa clase de alfarería.

Aun así, el alfarero no somete sus vasijas a cantidades desmesuradas de resistencia. De hecho, cada clase de vasija requiere una dosis diferente de calor, y en la casa del Alfarero ninguna vasija recibe más calor que el necesario. Sin embargo, se necesita el fuego de la prueba para producir buenas vasijas, y el producto del mayor “dolor” es la porcelana, una de cuyas características es que “canta” al ser golpeada. Al igual que Hus y Jerónimo, que cantaron en la hoguera o que Pablo y Silas, que cantaron en la cárcel de Filipos, los cristianos son la porcelana humana. Por medio del Espíritu, día a día los creyentes desarrollan esa capacidad de resonancia, ese rechazo total a la venganza, esa capacidad de amar bajo presión.

La porcelana posee una segunda característica: cuando está cerca de la luz, se vuelve traslúcida. De la misma manera, al haber pasado por el fuego, nos volvemos traslúcidos a la luz de Cristo para alumbrar al mundo en tinieblas (Mat. 5:16).

En su torno de alfarería y por medio de su Espíritu, el Alfarero puede darnos forma. No nos ve como arcilla estropeada, sino como fina porcelana. Promete restaurarnos. Sabemos que él es fiel, y que lo hará ” (1 Tes. 5:24).

Dios el Alfarero nos espera en su casa. ¿Qué estamos 
esperando?


Fuente: AdventistWorld.com
Autor: Keisha McKenzie, quien se describe como “arcilla en el torno del Alfarero”, escribe desde Mandeville, Jamaica.
Referencias: 1 Comentario Bíblico Adventista, ver “arcilla”. 2 F.D. Nichol, ed. SDA Bible Commentary, vol. 6, p. 1021. 3 Ministerio de Curación, p. 373, 374.

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