Orar por el perdón parece ser mucho más fácil que perdonar a otros. Lecciones de una experiencia personal
Los platos eran muy sabrosos. La compañía, afable. La sobremesa, animada. La vista a las montañas y el lago, espectacular. Me sentí feliz de haber aceptado la invitación para cenar con Gladys y Alberto* en su nueva propiedad junto al lago. Acompañé a Alberto a su oficina para ver algunas artesanías indígenas que había traído de Bolivia.
Pocos minutos después, mientras me dirigía a la sala, alcancé a divisar que Gladys mostraba a las demás visitas la fotografía que yo les había llevado como regalo para su nuevo hogar.
“Linda fotografía, pero el marco es de mala calidad”, alcancé a escuchar que decía Donaldo.
Me quedé helado allí en el pasillo, un tanto ruborizado y sintiéndome herido. ¿Era esa la voz de Donaldo? ¿Por qué había dicho semejante cosa? No había razón para que me rebajara con un comentario tan cáustico. Había escogido deliberadamente ese marco porque la fotografía podía ser extraída con facilidad, y les había dicho a Gladys y Alberto que cuando se cansaran de esa fotografía podrían reemplazarla por otra.
Me quedé por un momento en el pasillo, procurando calmarme, y entonces me uní al grupo. Pero estaba molesto. Acababa de regresar a la Iglesia Adventista gracias a Donaldo, ya que admiraba su entusiasmo por la vida y su amor por Dios. Él me había enseñado la importancia de cultivar una relación diaria con Jesús.
Al regresar a mi hogar esa noche me consolé con la oración que el Maestro enseñó a sus discípulos: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. En mi corazón sabía que quería perdonar a Donaldo, no solo porque es lo que haría Cristo, sino porque no sabía cuántas veces mis palabras descuidadas también habían herido a los demás. Como no quería guardarle rencor, comencé a preguntarme si estaría pasando por algún problema. Quizá había apuntado sus fieros dardos hacia mí porque se sentía impotente y frustrado hacia otra persona, y yo había sido simplemente un blanco fácil.
Es una experiencia singular ser lastimado por las personas que amamos. Son los más próximos y queridos los que más nos pueden lastimar, y esto sucede tanto en la gran familia de la iglesia como en nuestras familias terrenales. A medida que mi enojo y mi dolor recibieron la influencia del bálsamo divino, comencé a reflexionar en el Padrenuestro (Mat. 6:9-13) y en su significado para los seguidores de Cristo.
Otra mirada a esas palabras tan conocidas
“Padre nuestro …”
Me emociona saber que en el idioma original esta frase puede traducirse como “Nuestro papito”, algo que aprendí de Donaldo. Algunas veces uso esta expresión de cariño cuando oro en público. Dios quiere envolvernos con sus brazos y darse a conocer para que crezcamos espiritualmente, al igual que un padre terrenal sostiene a su hijo sobre sus rodillas y lleva la cuchara hasta su boca.
“… en los cielos, santificado sea tu nombre”.
Nuestro Padre “vive” en el cielo. Él es el centro del universo. Sostiene los planetas y supervisa cada ley natural que gobierna la vida en este pequeño punto azul y blanco que llamamos Tierra. Él está por encima y más allá de todos los padres terrenales, y sin embargo podemos entrar en comunión con él. “Vengan, pongamos las cosas en claro, dice el Señor” (Isa. 1:18, NVI).
Nuestras mentes se esfuerzan por comprender qué privilegio es estar en comunión con el Creador del universo. Y por ello, cuando ingresamos a su casa, lo hacemos con reverencia, porque esperamos ansiosamente que su voz suave y apacible hable a nuestra conciencia.
“Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
Jesús describe el reino de nuestro Padre cuando dice: “El que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos” (Mar. 10:43, 44).
Debemos preguntarnos si nos estamos preparando diariamente para vivir en ese reino. Al prepararnos para asistir a la iglesia cada sábado de mañana, nuestra actitud debiera ser: “Padre, muéstrame cómo servir a otra persona en el día de hoy”. Nuestros oídos deberían estar listos para escuchar con simpatía, nuestras lenguas preparadas para hablar con amabilidad, y nuestras manos para brindar un toque reconfortante. Si nuestra actitud es amar a otros antes que a nosotros mismos, hay buenas probabilidades que se haga la voluntad de nuestro Padre en esta tierra.
“El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”.
Cada día nos fortaleceremos con alimento espiritual de manera de compartirlo con los que veamos a lo largo del día. Al mirar el menú espiritual del día cada sábado de mañana, no daremos vuelta la cara en caso que este no parezca satisfacer nuestras necesidades inmediatas. Por el contrario, consideraremos de buena gana que el estudio de la lección y el mensaje del pastor podrían contener las vitaminas y los minerales que otra persona necesita desesperadamente.
“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
Recordaremos que los que están sentados a nuestro lado en la iglesia son santos en lucha, personas que tienen que enfrentar cosas que acaso ni imaginamos. Al igual que nuestro Padre, nos mostraremos tolerantes y los aceptaremos con amabilidad aun cuando no nos devuelvan con la misma moneda. Al igual que Jesús, diremos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23:34). Al tener en cuenta que no conocen los detalles de nuestra vida y nosotros no conocemos los de ellos, creeremos de corazón que ignoran el dolor que nos han causado y por ello los perdonaremos también de corazón.
“No nos metas en tentación, sino líbranos del mal”.
Cada día nos alimentaremos de la Palabra de nuestro Padre de manera de confiar en su fuerza para librarnos de circunstancias difíciles. Al mismo tiempo nos guardaremos de la tentación eligiendo libros, revistas, sitios web y programas televisivos verdaderos, honestos, justos, puros, amables, de buen nombre y plenos de virtud (véase Fil. 4:8). Procuraremos ser libres del mal, no solo por nuestro propio bien sino también por el de toda la iglesia.
“Porque tuyo es el Reino, el poder y la Gloria, por todos los siglos”.
La gloria del reino eterno de nuestro Padre se basa en el poder del amor. Jamás utiliza la coerción. Su reino siempre existió y siempre existirá. Y lo mejor es que podemos formar parte de él. Si cada día escogemos ser uno de los hijos de nuestro Padre, podremos vivir con él para siempre, y disfrutar de su amor y su gozo infinitos por toda la eternidad.
Cuando hayamos vivido diez mil años en ese reino de amor, las irritaciones y los desaires de este mundo, como por ejemplo ese comentario descomedido de Donaldo, se habrán esfumado para siempre. Entonces, ¿por qué inquietarnos hoy por esas cosas?
“Amén”.
¡Que así sea, Padre! Que las palabras y los pensamientos de esta oración se hagan realidad en la vida de cada miembro de tu familia.
Fuente: Adventist World
Autor: Robert Ramsay es organista y escritor independiente de Courtenay, Columbia Británica, Canadá.
* Todos los nombres de este artículo han sido cambiados.
Los platos eran muy sabrosos. La compañía, afable. La sobremesa, animada. La vista a las montañas y el lago, espectacular. Me sentí feliz de haber aceptado la invitación para cenar con Gladys y Alberto* en su nueva propiedad junto al lago. Acompañé a Alberto a su oficina para ver algunas artesanías indígenas que había traído de Bolivia.
Pocos minutos después, mientras me dirigía a la sala, alcancé a divisar que Gladys mostraba a las demás visitas la fotografía que yo les había llevado como regalo para su nuevo hogar.
“Linda fotografía, pero el marco es de mala calidad”, alcancé a escuchar que decía Donaldo.
Me quedé helado allí en el pasillo, un tanto ruborizado y sintiéndome herido. ¿Era esa la voz de Donaldo? ¿Por qué había dicho semejante cosa? No había razón para que me rebajara con un comentario tan cáustico. Había escogido deliberadamente ese marco porque la fotografía podía ser extraída con facilidad, y les había dicho a Gladys y Alberto que cuando se cansaran de esa fotografía podrían reemplazarla por otra.
Me quedé por un momento en el pasillo, procurando calmarme, y entonces me uní al grupo. Pero estaba molesto. Acababa de regresar a la Iglesia Adventista gracias a Donaldo, ya que admiraba su entusiasmo por la vida y su amor por Dios. Él me había enseñado la importancia de cultivar una relación diaria con Jesús.
Al regresar a mi hogar esa noche me consolé con la oración que el Maestro enseñó a sus discípulos: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. En mi corazón sabía que quería perdonar a Donaldo, no solo porque es lo que haría Cristo, sino porque no sabía cuántas veces mis palabras descuidadas también habían herido a los demás. Como no quería guardarle rencor, comencé a preguntarme si estaría pasando por algún problema. Quizá había apuntado sus fieros dardos hacia mí porque se sentía impotente y frustrado hacia otra persona, y yo había sido simplemente un blanco fácil.
Es una experiencia singular ser lastimado por las personas que amamos. Son los más próximos y queridos los que más nos pueden lastimar, y esto sucede tanto en la gran familia de la iglesia como en nuestras familias terrenales. A medida que mi enojo y mi dolor recibieron la influencia del bálsamo divino, comencé a reflexionar en el Padrenuestro (Mat. 6:9-13) y en su significado para los seguidores de Cristo.
Otra mirada a esas palabras tan conocidas
“Padre nuestro …”
Me emociona saber que en el idioma original esta frase puede traducirse como “Nuestro papito”, algo que aprendí de Donaldo. Algunas veces uso esta expresión de cariño cuando oro en público. Dios quiere envolvernos con sus brazos y darse a conocer para que crezcamos espiritualmente, al igual que un padre terrenal sostiene a su hijo sobre sus rodillas y lleva la cuchara hasta su boca.
“… en los cielos, santificado sea tu nombre”.
Nuestro Padre “vive” en el cielo. Él es el centro del universo. Sostiene los planetas y supervisa cada ley natural que gobierna la vida en este pequeño punto azul y blanco que llamamos Tierra. Él está por encima y más allá de todos los padres terrenales, y sin embargo podemos entrar en comunión con él. “Vengan, pongamos las cosas en claro, dice el Señor” (Isa. 1:18, NVI).
Nuestras mentes se esfuerzan por comprender qué privilegio es estar en comunión con el Creador del universo. Y por ello, cuando ingresamos a su casa, lo hacemos con reverencia, porque esperamos ansiosamente que su voz suave y apacible hable a nuestra conciencia.
“Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
Jesús describe el reino de nuestro Padre cuando dice: “El que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos” (Mar. 10:43, 44).
Debemos preguntarnos si nos estamos preparando diariamente para vivir en ese reino. Al prepararnos para asistir a la iglesia cada sábado de mañana, nuestra actitud debiera ser: “Padre, muéstrame cómo servir a otra persona en el día de hoy”. Nuestros oídos deberían estar listos para escuchar con simpatía, nuestras lenguas preparadas para hablar con amabilidad, y nuestras manos para brindar un toque reconfortante. Si nuestra actitud es amar a otros antes que a nosotros mismos, hay buenas probabilidades que se haga la voluntad de nuestro Padre en esta tierra.
“El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”.
Cada día nos fortaleceremos con alimento espiritual de manera de compartirlo con los que veamos a lo largo del día. Al mirar el menú espiritual del día cada sábado de mañana, no daremos vuelta la cara en caso que este no parezca satisfacer nuestras necesidades inmediatas. Por el contrario, consideraremos de buena gana que el estudio de la lección y el mensaje del pastor podrían contener las vitaminas y los minerales que otra persona necesita desesperadamente.
“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
Recordaremos que los que están sentados a nuestro lado en la iglesia son santos en lucha, personas que tienen que enfrentar cosas que acaso ni imaginamos. Al igual que nuestro Padre, nos mostraremos tolerantes y los aceptaremos con amabilidad aun cuando no nos devuelvan con la misma moneda. Al igual que Jesús, diremos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23:34). Al tener en cuenta que no conocen los detalles de nuestra vida y nosotros no conocemos los de ellos, creeremos de corazón que ignoran el dolor que nos han causado y por ello los perdonaremos también de corazón.
“No nos metas en tentación, sino líbranos del mal”.
Cada día nos alimentaremos de la Palabra de nuestro Padre de manera de confiar en su fuerza para librarnos de circunstancias difíciles. Al mismo tiempo nos guardaremos de la tentación eligiendo libros, revistas, sitios web y programas televisivos verdaderos, honestos, justos, puros, amables, de buen nombre y plenos de virtud (véase Fil. 4:8). Procuraremos ser libres del mal, no solo por nuestro propio bien sino también por el de toda la iglesia.
“Porque tuyo es el Reino, el poder y la Gloria, por todos los siglos”.
La gloria del reino eterno de nuestro Padre se basa en el poder del amor. Jamás utiliza la coerción. Su reino siempre existió y siempre existirá. Y lo mejor es que podemos formar parte de él. Si cada día escogemos ser uno de los hijos de nuestro Padre, podremos vivir con él para siempre, y disfrutar de su amor y su gozo infinitos por toda la eternidad.
Cuando hayamos vivido diez mil años en ese reino de amor, las irritaciones y los desaires de este mundo, como por ejemplo ese comentario descomedido de Donaldo, se habrán esfumado para siempre. Entonces, ¿por qué inquietarnos hoy por esas cosas?
“Amén”.
¡Que así sea, Padre! Que las palabras y los pensamientos de esta oración se hagan realidad en la vida de cada miembro de tu familia.
Fuente: Adventist World
Autor: Robert Ramsay es organista y escritor independiente de Courtenay, Columbia Británica, Canadá.
* Todos los nombres de este artículo han sido cambiados.
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