Allí estaban los cuatro hijos con sus esposas y los ochos nietos de un matrimonio que ya había cumplido las bodas de oro. Una familia grande y espléndida, que esperaba con cierta expectativa que abriera el prospecto de los libros que quería enseñarles. Entonces yo era un joven que ganaba mis estudios mediante la venta de libros. Para romper el hielo, les hice una pregunta tan inocentemente desubicada que me desconcertó a mí mismo: “¿Quién es el jefe de esta familia?” Todos quedaron perplejos, se miraron entre sí con cierta incomodidad, y luego, el abuelo aportó una respuesta brillante; señalando a su esposa, dijo: “¡La cocinera!”
“Algo se está cocinando” o “todavía está en el horno” son expresiones que usamos a menudo para ejemplificar que algo importante está por suceder. “La cocina” es la metáfora de ese pensamiento, idea o dato medular que se esconde en cualquier proceso o hecho que consideramos importante. Es claro para todos que el lugar donde se elaboran los alimentos es un centro de poder en la vida doméstica, pues es el eje por donde circulan los horarios y múltiples quehaceres de los miembros de una familia. Antes más que ahora. Pero aún hoy, muchas familias conservan la tradición de tener una hora para comer, un lugar donde sentarse a la mesa, un comportamiento casi ritual que indica cómo proceder, qué cosas conversar y qué no decir en ese lugar sagrado del seno familiar.
Quizá solo de viejos podamos comprender el valor que ha tenido en nuestra vida la existencia de una compañera que nos preparó los platos más sanos, y que desde el laboratorio de la cocina prodigó salud a toda su familia.
Por eso, saber comer es muy importante. Dicen los expertos que a través de la boca el bebé toma contacto con el mundo exterior y construye sus primeras relaciones y conductas. Por esta razón se ha denominado fase oral a la primera etapa del desarrollo, ya que lo que ocurre en torno a la zona bucal desempeña un papel fundamental en la conducta posterior del ser humano.
Aunque miles de millones de personas padecen hambre en este mundo, en este país no vivimos bajo la tiranía de la escasez, sino más bien bajo la tentación del exceso. Habitamos una sociedad consumista, dominada por la promoción de la gratificación de todos los deseos. A diario somos bombardeados por la publicidad para vivir bien, comer más de lo suficiente, gratificarnos en todo, olvidarnos de los demás mientras nos amamos a nosotros mismos. La consigna es buscar la autocomplacencia, darnos banquetes, festejar, divertirnos, celebrar, obtener el mayor placer posible. No es cuestión de postergar las apetencias, por el contrario, el mensaje de los medios masivos es: Dese el gusto.
Al respecto, la sabiduría de la comentadora bíblica Elena G. de White, que escribió hace más de un siglo, se expresa de este modo: “Nuestro peligro no radica en la escasez, sino en la abundancia. Estamos siempre tentados a los excesos” (Consejos sobre el régimen alimenticio, p. 32).
Pero todo ser humano es arquitecto de su propio destino. El dominio del apetito no solo construye comportamientos saludables y hábitos ordenados (al regular los horarios y la cantidad y la calidad de los alimentos), también asienta los cimientos del edificio de nuestra existencia. El control de la apetencia configura un patrón básico de la conducta.
Un modelo de sobriedad es el profeta Daniel. Vaya el lector a ese libro de la Biblia y reflexione en el ejemplo de dominio propio de aquel siervo de Dios: Prisionero y esclavo de una nación invasora, Daniel adoptó una decisión fundamental que cambió su vida y la historia del imperio de Nabucodonosor. Declara el texto bíblico: “Y Daniel propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía” (Daniel 1:8).
Como dice Elena G. de White, quizá nuestro pecado hoy sea el exceso. Pero hay consejo y poder en la Palabra de Dios.
Fuente: El Centinela
Autor: Dr. Ricardo Bentancur, escritor, filosofo y teólogo uruguayo, actualmente editor asociado de EL CENTINELA. Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba; licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Buenos Aires; licenciado en Teología por la Universidad Adventista del Plata y la Pontificia Universidad Católica de Buenos Aires. Ex redactor de la Asociación Casa Editora Sudamericana, Bs. As., Argentina y actual redactor de Pacific Press Publishing Association, en Idaho, Estados Unidos. Autor de dos libros y de numerosos artículos sobre teología, filosofía de la religión y fenomenología, publicados en revistas de difusión y especializadas de Europa y de las tres Américas.
Fotografía: Kurt Wenner / "Gluttony": pintura en la calle, recomiendo ver la pintura en el entorno original, haciendo clic aquí.
“Algo se está cocinando” o “todavía está en el horno” son expresiones que usamos a menudo para ejemplificar que algo importante está por suceder. “La cocina” es la metáfora de ese pensamiento, idea o dato medular que se esconde en cualquier proceso o hecho que consideramos importante. Es claro para todos que el lugar donde se elaboran los alimentos es un centro de poder en la vida doméstica, pues es el eje por donde circulan los horarios y múltiples quehaceres de los miembros de una familia. Antes más que ahora. Pero aún hoy, muchas familias conservan la tradición de tener una hora para comer, un lugar donde sentarse a la mesa, un comportamiento casi ritual que indica cómo proceder, qué cosas conversar y qué no decir en ese lugar sagrado del seno familiar.
Quizá solo de viejos podamos comprender el valor que ha tenido en nuestra vida la existencia de una compañera que nos preparó los platos más sanos, y que desde el laboratorio de la cocina prodigó salud a toda su familia.
Por eso, saber comer es muy importante. Dicen los expertos que a través de la boca el bebé toma contacto con el mundo exterior y construye sus primeras relaciones y conductas. Por esta razón se ha denominado fase oral a la primera etapa del desarrollo, ya que lo que ocurre en torno a la zona bucal desempeña un papel fundamental en la conducta posterior del ser humano.
Aunque miles de millones de personas padecen hambre en este mundo, en este país no vivimos bajo la tiranía de la escasez, sino más bien bajo la tentación del exceso. Habitamos una sociedad consumista, dominada por la promoción de la gratificación de todos los deseos. A diario somos bombardeados por la publicidad para vivir bien, comer más de lo suficiente, gratificarnos en todo, olvidarnos de los demás mientras nos amamos a nosotros mismos. La consigna es buscar la autocomplacencia, darnos banquetes, festejar, divertirnos, celebrar, obtener el mayor placer posible. No es cuestión de postergar las apetencias, por el contrario, el mensaje de los medios masivos es: Dese el gusto.
Al respecto, la sabiduría de la comentadora bíblica Elena G. de White, que escribió hace más de un siglo, se expresa de este modo: “Nuestro peligro no radica en la escasez, sino en la abundancia. Estamos siempre tentados a los excesos” (Consejos sobre el régimen alimenticio, p. 32).
Pero todo ser humano es arquitecto de su propio destino. El dominio del apetito no solo construye comportamientos saludables y hábitos ordenados (al regular los horarios y la cantidad y la calidad de los alimentos), también asienta los cimientos del edificio de nuestra existencia. El control de la apetencia configura un patrón básico de la conducta.
Un modelo de sobriedad es el profeta Daniel. Vaya el lector a ese libro de la Biblia y reflexione en el ejemplo de dominio propio de aquel siervo de Dios: Prisionero y esclavo de una nación invasora, Daniel adoptó una decisión fundamental que cambió su vida y la historia del imperio de Nabucodonosor. Declara el texto bíblico: “Y Daniel propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía” (Daniel 1:8).
Como dice Elena G. de White, quizá nuestro pecado hoy sea el exceso. Pero hay consejo y poder en la Palabra de Dios.
Fuente: El Centinela
Autor: Dr. Ricardo Bentancur, escritor, filosofo y teólogo uruguayo, actualmente editor asociado de EL CENTINELA. Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba; licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Buenos Aires; licenciado en Teología por la Universidad Adventista del Plata y la Pontificia Universidad Católica de Buenos Aires. Ex redactor de la Asociación Casa Editora Sudamericana, Bs. As., Argentina y actual redactor de Pacific Press Publishing Association, en Idaho, Estados Unidos. Autor de dos libros y de numerosos artículos sobre teología, filosofía de la religión y fenomenología, publicados en revistas de difusión y especializadas de Europa y de las tres Américas.
Fotografía: Kurt Wenner / "Gluttony": pintura en la calle, recomiendo ver la pintura en el entorno original, haciendo clic aquí.
EXCESO s. m.
ResponderBorrar1 Hecho de exceder o sobrepasar cierto límite, cantidad o valor que se considera normal o razonable: el exceso de velocidad es la primera causa de accidentes en carretera.
2 Acción abusiva o injusta: cometer excesos.
NOTA Más en plural.
3 Cantidad en que una cosa excede a otra.
- en exceso Más de lo normal, lo permitido o lo conveniente.
- por exceso Acompaña a expresiones que indican error o inexactitud cometidos por sobrepasar un límite o cantidad determinados: prefiero equivocarme por exceso que por defecto.
Diccionario Manual de la Lengua Española Vox. © 2007 Larousse Editorial, S.L.