viernes, 24 de octubre de 2008

UN MENSAJE PARA NUESTRO TIEMPO. Por Elena G. de White


Nuestros mejores afectos, aspiraciones más nobles y servicio más pleno para Jesús.

Si hubo alguna vez un tiempo en el que fue necesario contar con fe e iluminación espiritual, es ahora. Los que velan en oración y escudriñan cada día las Escrituras con el sincero deseo de conocer y hacer la voluntad de Dios, no serán alcanzados por ninguno de los engaños de Satanás…

[El] Señor ayudará a los que se mantengan firmes en defensa de su verdad. Muchos que vean la luz, no la aceptarán, y temerán confiar en el Señor. Jesús dice: “Por tanto os digo: No os angustiéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se angustie, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os angustiáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos”. El gran Artista Maestro nos ha dado las bellezas de la naturaleza… Él es autor del color delicado de las flores y, si ha hecho tanto por una simple flor “que hoy es y mañana se quema en el horno… ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe? Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”.

El cuidado de Dios por nosotros
Dios amó de tal manera al mundo que envió a su hijo unigénito a morir para rescatar al ser humano del poder de Satanás. ¿No cuidará acaso al que ha sido formado a su imagen?... Nuestro Padre celestial no dejará que sus hijos pongan su confianza en él para luego abandonar sus promesas… Comprende todas las circunstancias de la vida. Ve y sabe dónde nos encontramos. Está familiarizado con nuestras penas y angustias. Nos conoce por nombre y se compadece de nuestras enfermedades, porque ha sido tentado en todo y sabe cómo socorrer a los que son tentados. Jesús es nuestro Ayudador, y promete cuidar de todos los que confíen en él.

Confianza creciente en El
A cada uno, Dios ha encomendado talentos que deben ser incrementados por medio del uso. Se nos ha dado una razón con la cual debemos glorificar a Dios. Es preciso que en todas las cosas nos mostremos leales a él. No nos fueron dadas capacidades para que las empleemos meramente en servicio propio, sino que tienen que ser utilizadas para alcanzar ciertos fines, para amar a Dios por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Los principios cristianos han de ser parte indivisible de nuestra vida y experiencia. Debemos desarrollar una vida de fe en el Hijo de Dios. Hemos de vivir para agradar a Jesús; al hacerlo, nuestra fe y confianza en él serán cada día más fuertes. Podremos entender lo que ha hecho por nosotros y lo que está dispuesto a hacer, y poseeremos la alegría y el sincero deseo de hacer algo para mostrarle nuestro amor. Esta tarea llegará a ser un hábito. No cuestionaremos si debemos obedecer, sino que seguiremos la luz y cumpliremos la obra de Cristo. No buscaremos la conveniencia propia, ni cuestionaremos si obedecerlo responde a nuestros intereses temporales. Los que aman a Jesús sentirán el deseo de obedecer todos sus mandamientos. Escudriñarán la Biblia con cuidado para conocer sus doctrinas. Ninguna otra cosa que no sea la verdad podrá satisfacerlos, porque llegarán a ser los representantes de Cristo en la tierra.

Permaneced firmes
Cristo dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Es necesario que sus seguidores estén tan cerca de él como sea posible. No podemos hablar como él habló, pero hemos de imitarlo, porque es nuestro modelo. No tenemos que erigir luces falsas, ni presentar herejías como verdades. Es preciso que sepamos que toda posición que adoptemos ha de estar apoyada por la Palabra de Dios…

Deseamos la verdad en todo momento. La queremos pura, sin mezcla de error y sin la contaminación de las máximas, costumbres y opiniones del mundo. Queremos la verdad por más inconveniente que sea. La aceptación de la verdad siempre contiene una cruz. Pero Jesús dio su vida en sacrificio por nosotros; ¿no le daremos nosotros nuestros mejores afectos, nuestras aspiraciones más nobles, nuestro servicio más pleno? Hemos de llevar el yugo de Cristo, hemos de levantar su carga. Sin embargo, la Majestad del cielo declara que su yugo es fácil y su carga ligera. ¿Rehuirá acaso nuestra religión a la negación del yo? ¿Evitaremos el sacrificio propio, y dudaremos en renunciar al mundo y todos sus atractivos? ¿Seremos nosotros, aquellos por los que Cristo tanto ha hecho, oidores pero no hacedores de sus palabras? ¿Negaremos con nuestras vidas apáticas e inactivas la fe, y haremos que Jesús se avergüence de llamarnos sus hermanos?...

El futuro victorioso
Solo los vencedores podrán entrar a la Santa Ciudad, al Paraíso de Dios. Estos serán los que hayan permanecido en defensa de la fe, dada una vez a los santos, y que hayan peleado la buena batalla de la fe, “puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”. Por eso, al igual que Cristo, trabajemos desinteresadamente para traer almas al conocimiento de la verdad. Se necesita todo nuestro corazón, cuerpo, alma y fuerza para esta tarea. Si trabajamos con fidelidad, sin preocuparnos por el aplauso o la censura del mundo, escucharemos el “bien hecho” de la Majestad del cielo, y recibiremos la corona, la palma de la victoria y las ropas blancas que son la justicia de los santos.

Fuente: AdventistWorld.org
Autor: Elena G. de White. Este artículo ha sido extraído del que apareció por primera vez en la Advent Review and Sabbath Herald, ahora la Adventist Review, el 25 de agosto de 1885. Los adventistas creemos que Elena G. de White ejerció el don bíblico de profecía durante más de setenta años de ministerio público.

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